Monday, March 30, 2009

Anhelos...

Regresábamos al refugio. Habíamos ido al pueblo al amanecer y el recorrido era corto. Desayunamos junto al lago y volvimos a la cabaña.

Estaba hiperactiva, y de algún modo te convencí de ir a caminar por el bosque, lo cual comenzó siendo un inocente paseo de niños. Parecía que la luz del medio día alumbraba con ingenuidad el cenit de nuestra amistad. Pero a medida que avanzaba el sol, las tonalidades del cielo teñían el aire de sensualidad y erotismo reprimidos. Jugábamos sin darnos cuenta al juego que implica el paso a ser algo aún más profundo que el lazo que nos estrechaba. Te acercaste inconscientemente al borde el precipicio, y yo, locamente enamorada de ti, te seguí sin que me importaran las consecuencias. A los diecinueve, ¿qué efectos tienen importancia, cuándo lo que has querido por largo tiempo está a punto de suceder?

En el crepúsculo de ese día de primavera, un paraje totalmente oculto por laureles nos guardó el secreto de lo que fue transcurriendo en un silencio sagrado. Ni tú ni yo nos atrevimos a susurrar siquiera. Me acerqué lentamente para tomar tu mano, y me paralicé a la mitad. Surcaron mi osadía todos mis miedos e inseguridades. A pesar de ser camaradas de día, casi confidentes en las tardes y por las noches mías un sueño, te seguía admirando de lejos, como un marinero a una estrella; eterno guía del sendero de la vida.

Supongo que fueron mis ojos los traidores de mi secreto, pero en el momento en que tus pupilas se fijaron en la mías, no pude resistirme a nadar en ellas, a perderme en el misterio que guardan. La curiosidad fue siempre mi mayor debilidad, y eso lo sabías a la perfección. El tiempo se detuvo cuando tu alma leyó la mía y tu respiración se volvió lenta, como si conteniendo el aliento fueras a comprender mejor la profundidad de la emoción, a sentir la fuerza de la pasión.

Me acercaste a ti sin que yo me lo esperara. Accedí, y pronto estuve entre tus brazos. Me estrechaste suavemente contra tu pecho y escondiste la nariz en la base de mi cuello. Sutilmente yo también rodeé tu cintura y entonces me dí cuenta que me sentía completa, segura y sin temor alguno.

Una lágrima cayó por mi mejilla y un suspiro se escapó por entre mis labios. Buscaste la fuente del estremecimiento y besaste dulcemente el rastro húmedo de mi piel. Tus labios siguieron recorriendo mi cara hasta que el impulso pudo más que yo, y sin más preámbulo, los capturé con los míos. Fue un beso tierno, lánguido; perfecto.

Tenía los ojos cerrados, aún después del fin de nuestro primer beso; la quietud y el silencio que antes eran confortables, ahora me parecían hostiles, casi amenazadores. Intenté romper lo que nos encerraba como una campana de cristal inmaterial, mas tú lo impediste tocando el borde de mis labios.

Te acercaste a mi oído y me dijiste que no tuviera miedo. El tranquilo resonar de tu voz me causó un escalofrío placentero. Copié tus acciones y te susurré que contigo me era imposible temer. Me paré de puntillas y besé tu nariz. El nerviosismo se apoderó de mí; era consciente de mi inexperiencia en el arte de la seducción y de mi falta natural de sensualidad. Pero seguí adelante. Mi deseo de estar contigo podía confundirse con una necesidad imperiosa, que me llenaba de desesperación con cada minuto desatendida.

Tal vez notaste mi incertidumbre, porque tomaste la iniciativa. Te paraste detrás de mí y me rodearon tus fuertes brazos. Comenzamos a movernos, a bailar sin música, ya que el lento ritmo del desplazamiento de nuestros cuerpos lo dictaba la pasión. Eran muchos tiempos en uno, una mezcla perfecta de jazz y tango. Poco a poco, fui perdiendo la conciencia.

Comencé a sentir tu aliento en mi hombro desnudo, tus manos bajo mi blusa en el borde de mis jeans. La reacción fue inmediata: volteé a verte con los ojos cerrados. No necesité tu imagen, ya que mi inconsciente había memorizado esta escena. Mis dedos temblorosos encontraron los botones de tu camisa y se aventuraron por tu pecho. La luz de la luna llena quemaba en la memoria este momento.

Habíamos llegado al punto en dónde habría que decidir si nos ignorábamos o si cruzábamos la frontera de lo conocido… y al parecer no nos costó mucho tiempo llegar a una deliberación unánime. El beso que siguió fue más intenso, con una fuerza que arrasaba; provocó que se encendiera fuego en mí. Me derretí contra ti, y sin enterarme cómo sucedió, me vi rodeada por verde y mi espalda contra hierba áspera. Sentí tu cuerpo que me aprisionaba contra el mundo; mi paranoia quedó olvidada y te miré a los ojos con la esperanza que todo mi amor se reflejara en ellos.

Me sentí inquieta cuando no reaccionaste. Te quedaste quieto y en silencio, como si tus pensamientos se hubieran ido de tu cabeza; tal y como yo había hecho tantas veces antes, solo porque era divertido regresar a mi misma y encontrarme contigo sacudiendo la cabeza de manera condescendiente, dándome por mi lado. Supuse que debí haber hecho lo mismo, pero la verdad es que me aterraba la idea que, de un momento a otro, decidieras que lo que estábamos haciendo era un error y te marcharas dejándome con un corazón hecho pedazos.

Sonreíste con esa sonrisa torcida que sabías que me volvía loca. Fue de lo primero que noté en ti, pues te daba un aire pícaro, como de inocente niño travieso.


-¿Qué pretendes?- la pregunta salió sin que yo la formulara conscientemente.
-Nada.- Brillaron tus ojos junto a un susurro lleno de misterio- Bueno, nada que no pueda hacer que esto sea aun más divertido.
-¿Eso qué quiere decir?- tu actitud me alteraba; sabías que me desesperaba no entender las cosas.


Poco a poco nos fuimos sumiendo en un vórtice de intensidad indescriptible. Nuestros sentidos respondían al unísono con las emociones y el amor que flotaba en el aire se nos pegaba a la piel, protegiéndonos de la indiferencia del mundo. Nunca supe realmente cómo sucedieron las cosas; el orden del cosmos por primera vez perdió lo interesante. Para mí, sólo existías tú y el momento en que fuimos uno.

Desperté a la luz de una luna desnuda, igual que yo. Tus ojos se fijaron en los míos y los dedos entrelazaronse dulcemente. Tu voz irrumpió sutilmente en la algarabía de mis pensamientos… y se quedó ahí. No supe qué fue lo que dijiste, pero eso era trivial; sabía que ese momento era real y no deseaba que terminara; de haber sido por mí, habría aplazado el regreso a la cabaña hasta el final de nuestras vidas, pero el tiempo apremiaba nuestro encuentro con el resto del mundo.

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