Saturday, January 16, 2010

Siento y no siento la piel, carcelera de mi alma; la sensación de encierro es insufrible, intolerable de vez en vez. Soy como un pajarillo recién capturado golpeándose contra los barrotes de su jaula, sabiendo de antemano lo fútil de sus intentos de escape, acongojándose con las añoranzas de su vuelo en libertad. Y sin embargo, me hallo entumecida de los estímulos externos: no siento los rayos del sol quemando dicha barrera, ni el suave viento que me toca toda, ni la humedad de la tierra entre mis dedos mientras huyo de todo lo que pretende proteger lo que sé que no soy.

A pesar de esto, hay un tiempo, algunos momentos en los que no siento y siento; son cuando estoy contigo, estás conmigo, estamos juntos amor.

La piel de muchos tonos distintos de mi cuerpo se vuelve papalote: artífice de mi liberación instantánea, efímera y entonces no siento la melancolía de una soledad autoinfligida ni el recelo involuntario por el contacto con lo desusado; son tus dedos, tus labios diseñadores del artilugio, tus pupilas miden cuidadosamente la profundidad de las mías, la urgencia de la necesidad de escabullirme, las ansias de volar lejos. En ese instante de encuentro siento fuego helado asesinando todos mis instintos de huída, dulces sacudidas de las murallas erigidas en torno a lo que más cuido, la textura de una pócima que paraliza y exalta el palpitar de mis nervios y el ritmo cadencioso del corazón que se vuelve uno con el mundo, intentado comprender al tuyo, amar al tuyo, cuidar al tuyo. Tu hablar parsimonioso arrulla tiernamente la inquietud de mi delirio paranoide, la tibieza de tu mano resucita mis ganas de cubrirme de ti.

Pero se desvanece todo un segundo después de haber empezado, y volvemos a los juegos, al andar escurridizo, a las evasivas de permanencia, volar y correr… a la existencia disimulada de algo incomprensible y nuestro…

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