Friday, June 29, 2012

Sobre la insoportable ambigüedad del ser


“[…] sin poseerse no había posesión de la otredad, ¿y quién se poseía de veras?
¿Quién estaba de vuelta en sí mismo […]?”
Julio Cortázar


Hay días en los que simplemente se es “uno mismo” y al mismo tiempo “otro mismo”. No es manifestación de síntomas de esquizofrenia, como podría pensarse en primera instancia y acudir sin demora a consultar el DSM-IV, sino más bien de un complicado sistema de subsistencia que evita –precisamente- que se llegue a ser paciente de hospital psiquiátrico, y que además explica casi todo el tiempo la forma en que se interactúa con las demás personas y con el medio en el que se está. Es esta interrelación de la otredad interna (y en un grado menor de la relación con la otredad externa) la que dibuja “Suicidio”, el primer cuento de la autora Ulalume González de León, publicado en A cada rato lunes, en 1970.

“Suicidio” abarca sólo seis páginas en la edición del FCE de 2003 y se divide en dos momentos que narran la jornada de la protagonista en un día que decide morir. A pesar de la temática lúgubre, la autora logra que el cuento sea ligero (mas no por ello liviano) al momento de la lectura a través de un lenguaje cotidiano, una estructura sintáctica fluida –que remite al monólogo interior- y voces narrativas que facilitan que el lector se encuentre consigo mismo para poderse comunicar con la experiencia plasmada en el cuento. El propósito del presente trabajo es analizar el uso del lenguaje en cada uno de los momentos presentes en la estructura externa señalados por la estructura sintáctica (tres cambios en la voz narrativa) para comprender la(s) relación(es) yo-otro.

Como se mencionó anteriormente, el cuento se divide en dos momentos, marcados por cambios en la voz narrativa. En el primer momento que es el comienzo del texto aparece una voz omnisciente, impersonal que plantea la aparición del dolor, cómo surge éste desde los sentidos y cómo reaccionan al mensaje.

Al primer sentido que la voz omnisciente se refiere y describe es el oído, y lo hace suavemente de forma tal que se da a entender que es susceptible y ‘frágil’ (“Ese objeto delicado, color de rosa, siempre alerta, en forma de caracol que es el oído, […]” [7]); que se debe poner atención tanto al momento de usarse como a su mantenimiento y cuidado (“[…] cubierto a veces por una mecha permeable a los mensajes, […]” [7]) para que funcione adecuadamente o se corre el riesgo de que se rehúse a cumplir con su trabajo (“[…]se descompone de pronto, no da señales de vida, en alguna parte se obstruyó el embudo, […]” [7]) aunque se le exculpe de dichas fallas sistémicas en las que incurre (“[…] y ajeno al origen del cortocircuito el oído mantiene la impasibilidad de la inocencia.” [7]).

El segundo sentido en ser reconocido es la vista, aunque de manera más rápida y con menos apologías que el primero (“También los ojos, en su doble mecanismo de espejos y linternas mágicas, se ponen a operar en un solo sentido, copiando imágenes que no devuelven en destellos de inteligencia.” [7]), ya que a los ojos no se les aceptan las fallas sistémicas sino que éstas se atribuyen como evasiones que constituyen un método de defensa del ser. Dicha estrategia defensiva puede convertirse en una ofensiva cuando la orden llega a los labios, que responden -las más de las veces de manera incoherente y desmedida- a la situación que generó el cortocircuito (“Entonces los labios están perdidos, inútiles ya para el diálogo, y profieren inconexos monólogos simultáneos en una amenaza dadaísta, “Café Voltaire”, a la armonía que reina entre dos seres humanos.” [7]). Y es que de verdad, es el sinsentido –propio o ajeno- lo que propicia malentendidos, rompe la dinámica frágil que es la convivencia y pone a prueba la inteligencia inter e intrapersonal de un individuo, además de que es génesis de inquietud, ansiedad y miedo ante ese otro que no es el “otro mismo”, sino el que es sencillamente “otro”.

Es importante resaltar que la voz omnisciente habla desde la generalidad, que asume que estas circunstancias-hechos-experiencias sensoriales son comunes al ser humano (“Y cuando de pronto se restablecen los circuitos, suena una palabra fuera de todo contexto, se alarman los oídos, los ojos echan chispas, […]” [7]), después de un instante de impavidez –o de pasmo- en los sentidos surge una reacción común en todos (“[…] algo así como la descarga de un rayo metafísico se pierde por las infinitas ramificaciones que llevan mensajes bajo la piel, y ese mensaje se llama dolor.” [7]). Esta asunción de generalidad provoca, si bien de manera sutil y no expresa, una sensación de apabullamiento y de ‘claustrofobia’ por lo determinante e inexorable de la sentencia: nadie escapa al dolor.

En el segundo momento aparece la voz narrativa en primera persona: una protagonista que habla de sí misma, del catalizador de su situación particular, su reacción (“Yo siempre árbol y tú viento. Escapas hacia no sé qué rincón de la ciudad, y yo me inmovilizo en un cuarto de la casa.” [8]) y la consecuencia –quizá desproporcionada- ante ésta última (“La última vez pensé: quiero morir. Y me pareció que la postura más adecuada para tan grave determinación era sentarme en una silla pequeña con los pies juntos y la cabeza entre las manos y los codos apoyados en las rodillas.” [8]). Si bien la reacción, el pensamiento-consecuencia parece desmesurado, la forma en que se queda inmóvil en la habitación, la postura corporal que adopta son hechos tan cotidianos que la gravedad y el sentimiento de desesperanza que transmite el ‘quiero morir’ se ven difuminados a un punto que el dolor y la angustia excesivos se vuelven soportables.

Entonces esta voz –a la que identificaré como Ulalume– hace una evaluación racional y un tanto pragmática, de nuevo aminorando el instinto y la intensidad del impulso doloroso–angustiante (“ […] me distrajo de mi dolor el intento de averiguar qué me dolía. Si el alma o las mandíbulas, el corazón o las muñecas. Y me pregunté si desaparecería todo tormento de quedarme yo dormida. Pero la certidumbre de mi dolor me llegaba del contraste entre mi condición y un pasado inmediato que provisionalmente llamaré felicidad” [8]) que al mismo tiempo da la impresión de que la protagonista tiene el control: no la situación, no las emociones-sensaciones sino que sólo Ulalume puede influir sobre su vida y es, hasta cierto punto, responsable de ella.

Esta aproximación racional a la situación continúa con la explicación que Ulalume misma se da –o al menos intenta darse- sobre el momento singular que vive y su estado de felicidad-dolor (“No sé qué es mi dolor, me dije, sino sobre el fondo radiante de la felicidad, y no sé qué era mi felicidad, pero sé que la he perdido. No sé qué cosa es qué cosa. Pero sé que son cosas diferentes y que quiero morir.” [8]), con lo que se hace evidente que necesita mantener el control y estar conciente de ello, y sin embargo se da cuenta que no le es posible mantenerlo por mucho ni por completo, ya que en ese momento y por la forma en que dice ‘me dije’, se advierte la aparición-invasión de la otra yo.

Casi de forma simultánea y en paralelo a la voz de Ulalume, esa otra yo representa la persona emotiva-irracional que sonríe (“Entonces, sin ton ni son, mis labios cambiaron de curva: estaban así, , a lo Greta Garbo, y se pusieron así, U , porque algo tiró hacia arriba de las comisuras en una de esas malas pasadas de mi vitalidad, […]” [8]) porque los recuerdos irracionales, lúdicos, íntimos y -¿por qué no?, sensuales- constituyen el motivo del cambio y la sumergen en el arrebato de las experiencias estéticas (“[…] y pensé en mis foreplay contigo durante los ‘comerciales’ cuando vemos algún programa de televisión desde la cama. El pasado viene con una máscara risueña, me dije, bello como los paisajes pintados en las cajas de galletas finas.” [8]).

Aunque apareció cuando Ulalume reflexiona sobre su dolor, la otra yo se manifiesta mejor después de un acto que implica llenarse de algo que podría ser el ímpetu de la idea suicida (“Una de las galletas decía ‘Cómeme’, y me la comí. Entonces, Alicia-telescopio, comencé a estirarme hacia el techo, tristísima de no poder ya circular hacia el jardín encantado por una puerta diminuta, […]” [9]) que la hace comprender, desear-no desear y temer la inminencia –y lo inevitable- de su muerte (“[…] y advertí enseguida que el techo era la muerte. Decidí por lo tanto, mientras pensaba, recorrer primero la mitad de la fatal distancia, luego la mitad de la mitad, luego la mitad de la mitad, etcétera, método que me deja mucho tiempo libre para seguir pensando.” [9]).

Pero Ulalume vuelve, con impulsos constructivos -o por lo menos reguladores- surgidos y moldeados por y en la cotidianidad (“Así, mientras me suicidaba lentamente, estiré brazos y piernas, me ajusté el cinturón frente al espejo, lancé una mirada triste pero aprobatoria a mi pelo largo, a mis tacones a la moda, mi envoltura de muselina tan perfecta… a fin que vive ou morte ton corps ne sois que roses. Y luego bailé un rato[…]” [9]), se ve obligada a frenar a la mitad del camino para asumir el papel que su medio le exige de la mejor manera, sin que ello implique que lo haga en su totalidad y sin que busque la manera de excusarse por no querer hacerlo (“Ajenos a mi suicidio, a mi estatura, los niños me obligaron a hacer un deber de matemáticas y a solfear con ellos algunos compases de Schumann. Pero me negué en cambio a contestar el teléfono: la criada respondió, según mis instrucciones, que la señora estaba ocupada (recorriendo la mitad de la mitad).” [9]).

Ulalume y Alicia-Telescopio no son dos separadas, sino Dos-en-Una que mantienen una relación estrecha y funcional durante los momentos de coincidencia (“Pasaron años. La casa calló, se fueron apagando todas la luces menos las de la habitación donde me encontraba, […]” [9]) y que se (con)funden en estado racional-emocional de ser una cuando la otredad externa –que es el contemporáneo más amado- se espera, aparece o tarda en hacerlo (“y cobré conciencia de de un mundo de motores de automóvil que me hostigaban con decepciones demasiado frecuentes […]” [9]). Es durante esa comunión de la protagonista y la otra yo que se percibe también un proceso de comunicación-incomunicación con la otredad externa (“Porque tú llegarías tarde. O nunca. Tal vez tú también recorrías la mitad, y la mitad de la mitad, y la mitad de esa mitad del camino que antes nos unía y ahora indudablemente nos separa (vías de incomunicación, pensé […]) […].” [10]), situación que catalizó el dolor, la idea del suicidio y la manifestación de la protagonista como Dos-en Una.

Pero la comunión no puede durar para siempre porque entonces no habría sitio para que exista el “otro mismo” que sirve de contrapeso a la reacciones de “sí mismo”, por lo que Ulalume acalla por un momento la voz alta de Alicia-telescopio –aunque el actuar de ésta no desaparece en el momento- (“Estaba a punto de soltar un poema, aunque sé que así de emocionada se le acaba a una la autocrítica. Bueno, ni modo: ahí va aunque no pase de texto ‘terapeútico’. Pero antes me prepararé un very long drink para disfrutar lúcida mi desesperación.” [10]) y se venga cuando se impone de nuevo, ella con todo y el deseo-no deseo de morir, la inminencia y la forma de postergarlo recorriendo siempre la mitad del trayecto-línea al techo; los impulsos “destructivos” como el cigarrillo y el “very long drink” (“Pero no; todavía no – me dije –: 1/2+1/4+1/8+1/16+1/32+…, me dan tiempo para fumarme un cigarrillo. Y si quiero llorar, ¿qué? Tú no lo vas a ver, te lo prometo. Me pondré compresas de té y unas gotas de ese colirio que deja el ojo blanco como tacita de Wedgwood.” [11]).

Y la protagonista comienza a confundirse de nuevo a la espera del contemporáneo más amado. Alicia-telescopio hace su última participación, antes de aguardar –como siempre- el momento oportuno para volver a levantar su voz; empero, Ulalume ahora la tiene en cuenta como esa parte de la protagonista (que evidentemente es ella) que es y representa el deseo-no deseo de morir, la inminencia y la forma de postergarlo recorriendo siempre la mitad del trayecto-línea al techo, del otro trayecto línea a salvar que es la distancia entre ella y el contemporáneo más amado y los impulsos “destructivos” como el cigarrillo y el “very long drink” (“Alicia-telescopio: ¿aceptas entonces también la inminencia del techo-muerte?… Pero mira cómo has llorado hasta deshidratarte. Y tu very long drink sigue intacto. ¿No ves que dice ‘Bébeme’? Y tú te lo bebes y te haces pequeña, […]” [12]) aunque no puede dejarse de lado como la que representa la cotidianidad por la conciencia que tiene de su estado de felicidad-dolor, de comunicación-incomunicación y de la decisión -frustrada o no- de morir; los impulsos “constructivos” como la vanidad y el acto de bailar y una promesa racional cuando el conflicto de la (in)comunicación está a punto de resolverse (“Prometo no volver a suicidarme. Al ver lo rojizo de mis ojos, entiendes lo que ha pasado y tus ojos me recitan a Shakespeare: […]” [13]).

La autora busca y logra retratar un momento de crecimiento personal a través de un diálogo entre la racionalidad y la emotividad humana constituyentes de cada ser. Ante cada situación que las enfrenta, amabas partes se separan, luchan entre sí para dominar las acciones del ser. El objetivo es el equilibrio: no dejar que una domine a la otra, ya que de este equilibrio depende el actuar hacia el exterior y resolver la situación de conflicto. Ulalume en “Suicidio” resuelve el conflicto, acepta reconoce e integra ambos aspectos de la protagonista, mostrando al lector un ejercicio que es personal en tanto que puede ser utilizado por cualquier persona.



Fuentes:
González de León Ulalume. “Suicidio”. A cada rato lunes. Fondo de Cultura Económica. México 2003. pp 7-13

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